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alto mando no iría tan a ciegas al respecto. Pero finalmente me quedé dormido en medio
de mis preocupaciones.
Sentí que alguien me tocaba y me desperté instantáneamente. Luego me relajé cuando
me di cuenta de que mi mano estaba siendo sujetada en el apretón de reconocimiento de
la logia.
- Tranquilo - susurró en mi oído una voz que no pude reconocer -. Debo administrarte
un cierto tratamiento para tu protección. - Sentí el pinchazo de una hipodérmica en mi
brazo; en unos pocos segundos estaba relajado y soñoliento. La voz susurró -: No viste
nada fuera de lo habitual en tu guardia de esta noche. Hasta que sonó la alarma tu
guardia transcurrió sin el menor incidente... - No sé cuánto tiempo siguió la voz con
aquello.
Fui despertado una segunda vez por alguien que me agitaba bruscamente. Enterré la
cabeza bajo la almohada y dije:
- ¡Dejadme en paz! ¡Hoy perdono el desayuno!
Alguien me golpeó entre los omoplatos; me giré y me senté, parpadeando. Había
cuatro hombres armados en la habitación, con las pistolas desenfundadas y
apuntándome.
- ¡Arriba! - ordenó el que estaba más cerca de mí.
Llevaban el uniforme de los Ángeles, pero sin insignia alguna de unidad. Sus cabezas
estaban cubiertas por una máscara negra que sólo dejaba al descubierto los ojos... y por
esas máscaras los reconocí: eran censores del Gran Inquisidor.
Nunca creí realmente que aquello pudiera ocurrirme a mí. No a mí... no al Johnnie Lyle
que siempre se había comportado ejemplarmente, llegando a ser el ejemplo de su
parroquia y el orgullo de su madre. ¡No! La Inquisición era una pesadilla, pero una
pesadilla para pecadores... no para John Lyle.
Pero supe con enfermizo horror, cuando vi aquellas máscaras, que era ya un hombre
muerto, que mi hora había llegado, y que ahora y allí estaba la pesadilla de la que ya no
podría despertar.
Pero aún no estaba muerto. De algún lugar extraje el valor para pretender irritación.
- ¿Qué están haciendo aquí?
- Arriba - repitió la voz sin rostro.
- Muéstreme sus órdenes. No pueden simplemente sacar de la cama a un oficial cada
vez que se les antoje...
El jefe hizo un gesto con su pistola; dos de sus compañeros me sujetaron por los
brazos y me arrastraron hacia la puerta, mientras el cuarto empujaba por detrás. Pero soy
bastante fuerte; se lo puse difícil, mientras protestaba:
- Déjenme al menos que me vista. No tienen derecho a arrastrarme así, medio
desnudo, sea cual sea la emergencia. Tengo derecho a aparecer con el uniforme de mi
rango.
Sorprendentemente, la protesta funcionó. El jefe se detuvo.
- De acuerdo. ¡Pero aprisa!
Me entretuve tanto como me fue posible mientras pretendía hacerlo todo con la máxima
rapidez... encallando la cremallera de mi bota, colocándome torpemente cada prenda.
¿Cómo podía dejar alguna especie de mensaje para Zeb? ¿Algún tipo de señal que
pudiera indicar a la hermandad lo que me había ocurrido?
Al final se me ocurrió algo, no lo más adecuado pero sí lo mejor que pude encontrar.
Fui sacando todas las prendas posibles de mi armario, algunas que necesitaba, otras que
no, y entre ellas un suéter. En el transcurso de coger todo lo que necesitaba conseguí
dejar en el suelo el suéter con las mangas en la posición utilizada por los hermanos de la
logia para indicar la Señal de Terrible Desgracia. Después de vestirme, empecé a coger el
resto de las prendas esparcidas para colocarlas de nuevo en el armario; el jefe clavó
inmediatamente su pistola en mis costillas y dijo:
- No importa que recoja eso. Ya está vestido.
Obedecí, dejando la prenda en el suelo. El suéter quedó exhibido allí como un símbolo
para cualquiera que supiera leerlo. Mientras me sacaban fuera recé para que la sirvienta
de nuestra habitación no llegara y «limpiara» aquel significado antes de la llegada de Zeb.
Me vendaron los ojos tan pronto como llegamos al Palacio interior. Descendimos seis
pisos, cuatro por debajo del nivel del suelo por lo que pude deducir, y llegamos a un
compartimiento inundado por el sobrecogedor silencio de una cripta. Me quitaron la venda
de los ojos. Parpadeé.
- Siéntate, muchacho, siéntate y ponte cómodo. - Me encontré mirando directamente al
rostro del Gran Inquisidor en persona, viendo su cálida sonrisa amistosa y sus ojos de
perro pastor.
Su voz prosiguió amablemente:
- Lamento haberte sacado tan rudamente de tu caliente cama, pero nuestra Santa
Iglesia necesita una cierta información. Dime, hijo mío, ¿temes al Señor? Oh, claro que sí;
tu piedad es bien conocida. Así que no te importará ayudarme en este pequeño asunto
aunque por culpa de ello llegues tarde al desayuno. Es para la mayor gloria de Dios. - Se
giró hacia sus asistentes interrogadores, enmascarados y vestidos de negro, que
aguardaban tras él -. Preparadlo... y os ruego que seáis benévolos.
Fui manejado rápida y bruscamente, pero no dolorosamente. Me tocaban como si fuera
un objeto sin vida que debe ser manipulado tan impersonalmente como una maquinaria.
Me desnudaron hasta la cintura y me aplicaron cosas, un vendaje elástico tensamente
ajustado en torno a mi brazo derecho, electrodos en mis muñecas, otro par de electrodos
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