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Amalric presentó su informe sobre los jinetes tibus. Entre el constante ir y venir de mensajeros y de
oficiales que informaban sobre las fuerzas a su mando, pasó algún tiempo antes de que Amalric
pudiera explicar su plan al rey. Conan hizo unas cuantas sugerencias y a continuación dijo:
-A mí me parece bien; ¿tú que piensas, Sakumbe?
-Si a ti te gusta, hermano rey, debe de ser bueno. Vete, Amalric, y reúne a los jinetes... ¡Ohhhh!
Un grito terrible surgió de los labios de Sakumbe, cuyos ojos parecían saltársele de las órbitas. Se
puso en pie y se tambaleó, aferrándose la garganta.
-¡Estoy ardiendo! ¡Estoy ardiendo! ¡Salvadme!
En el cuerpo de Sakumbe se estaba produciendo un terrible fenómeno. Aunque no se veía fuego por
ningún lado, ni emanaba calor de él, era evidente que el hombre ardía como si lo hubieran atado a una
pira encendida. Su piel se cuarteó, se abrió y luego se chamuscó, llenando el aire de olor a carne
quemada.
-¡ Verted agua sobre él -gritó Amalric-. ¡O vino! ¡Lo que tengáis más a mano!
El rey negro gritaba desesperadamente. Alguien vertió sobre él un cubo lleno de líquido. Hubo un
siseo y una nube de vapor, pero los gritos de dolor continuaron.
-¡Por Crom e Ishtar! -exclamó Conan, mirando con furia a su alrededor-. Debí haber matado a ese
brujo cuando lo tuve a mi alcance.
Los gritos cesaron poco a poco. Los restos del rey..., una cosa negruzca, informe, sin ningún parecido
con lo que había sido Sakumbe... yacían sobre la superficie de la tarima en medio de un oscuro charco
de grasa humana. Algunos oficiales emplumados salieron corriendo presa del pánico; otros se
prosternaron y tocaron el suelo con sus frentes, invocando a sus dioses.
Conan tomó a Amalric por una mu eca y le dijo en voz baja y con tono tenso:
-Tenemos que salir de aquí inmediatamente. ¡Vamos!
Amalric sabía que el cimmerio era consciente de los peligros que debían enfrentar. Siguió a Conan y
bajó los escalones de la tarima. En la plaza todo era confusión. Los emplumados guerreros iban de un
lado a otro gritando y gesticulando. Entre ellos acababan de estallar algunas peleas.
-¡Muere, asesino de Kordofo! -gritó una voz desde la tarima.
Justo enfrente de Conan, a muy poca distancia, un hombre alto levantó el brazo para arrojar una
jabalina. Sólo su instinto salvaje pudo salvar al cimmerio. El bárbaro se dio media vuelta y se agachó.
La larga jabalina pasó a dos centímetros de la cabeza de Amalric y se hundió en el pecho de otro
guerrero.
El agresor movió el brazo para lanzar otra jabalina, pero antes que pudiera arrojarla, Conan
desenvainó su espada. Ésta reflejó un destello de color escarlata a la luz del fuego y dio en el blanco.
El hombre de Tombalku cayó al suelo con el sable clavado en el pecho.
-¡Corre! -gritó Conan.
Amalric obedeció, abriéndose paso entre la multitud que llenaba la plaza. Los hombres gritaron y lo
se alaron. Algunos corrieron tras él.
Amalric corrió, haciendo un tremendo esfuerzo con las piernas y los pulmones, y entró por una
callejuela detrás de Conan. A sus espaldas gritaban sus perseguidores. La calle se estrechaba y trazaba
una curva. Conan desapareció delante de Amalric.
-¡Aquí, rápido! -exclamó el cimmerio, que se había ocultado en el espacio estrecho que quedaba entre
dos casas de adobe.
Amalric se introdujo en ese sitio que apenas mediría un metro y se quedó en silencio, tratando de
respirar más cómodamente, mientras que los hombres que los perseguían pasaban de largo.
-Quizá sean parientes de Kordofo -dijo Conan en voz baja-. Han estado afilando sus cuchillos para
matarme desde que Sakumbe se deshizo de Kordofo.
-¿Qué haremos ahora? -preguntó el aquilonio. Conan volvió la cabeza hacia la estrecha franja de cielo
estrellado que se recortaba encima de ellos y respondió:
-Creo que podré trepar a esos tejados.
-¿Cómo?
-De la misma manera que solía ascender por una grieta en las rocas cuando era más joven, allá en
Cimmeria. Verás. Quédate un momento con esto.
Conan le dio a Amalric una jabalina, y éste se dio cuenta de que pertenecía al hombre que había
matado el cimmerio. El arma tenía una cabeza afilada de hierro que medía un metro de largo, con
forma de sierra. Un poco más abajo del asa, un peso de hierro equilibraba el de la cabeza.
Conan soltó un gru ido, apoyó la espalda contra un muro y los pies contra el otro, y comenzó a subir
en esa extra a posición. En seguida se convirtió en una negra silueta que se recortaba contra las
estrellas, y luego desapareció. Al cabo de unos segundos dijo desde arriba:
-Alcánzame esa jabalina y sube.
Amalric le dio el arma y luego subió de la misma forma que Conan. Los tejados estaban hechos con
una espesa capa de hojas de palmera, y sobre ellas otra de dura arcilla. Algunas veces, la arcilla cedía
bajo sus pies y oían el crujido de las hojas secas que había debajo.
Amalric siguió a Conan y cruzó varios tejados, saltando los espacios que había entre ellos. Por último
llegaron a un edificio bastante grande situado casi en el mismo borde de la plaza.
-Tengo que sacar a Lissa de aquí -dijo Amalric con ansiedad.
-Cada cosa a su tiempo -repuso Conan-. Antes tenemos que saber lo que está ocurriendo.
La confusión en la plaza había disminuido. Los oficiales hacían formar filas a sus hombres. Sobre la
tarima de los tronos, al otro lado del cuadrado, se hallaba Askia en pie con sus adornos de hechicero, [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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