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que crecía, impenetrable, al borde de una acequia. La dueña les dijo:
 Han tardado mucho; probablemente, se han atracado de huiros. Hacen mal puede que los
atrape la terciana.
Cocidos los choclos, los ató en su tari y entregó el retovo al que debía suplir al amo ausente.
Fue Agiali quien se prestó voluntariamente para la faena del día, y por consejo de la casera le
acompañó Cachapa, porque le aseguró que como había mucho trabajo, el mayordomo le
pagaría tres reales por la jornada. Marcháronse, pues, los dos, y cuando llegaron a la viña,
vieron que eran los primeros en llegar.
El sol, ausente todavía del valle, doraba los picos de los cerros de Occidente. Las aves
cantaban bullangueras y había rumor de alas en la floresta. Una escarcha fina perlaba las
hojas de los alfalfares y humedecía los pies de los pasantes. El viñedo, inmenso y
empalidecido, estaba desierto. En medio se erguía la atalaya de los pajareros, hecha de
carrizos, junto a la choza de paja y mimbre, que ocupan los pastores desde que endulza la uva
hasta el momento de la vendimia; de su cono se alzaba una columna de humo recta y fina,
como el tronco azulado de una palmera.
Una chicuela, de pie sobre la atalaya agitaba su latiguillo haciendo restallar el ñudo que lo
remataba, hecho con la fibra de agave, sedosa y blanca.
Los sunichos, al verse tan al alcance de la codiciada fruta, sufrieron una especie de
atolondramiento.
Las cepas empalidecían al sol, cuyos besos ardientes arrancan fuego de las piedras, y ya sus
hojas amarilleaban por el largo estío. Colgaban los racimos pesadamente, rindiendo a las
débiles ramitas o descansando en el suelo, y ostentaban sus granos, opacados por una
especie de polvo. Las higueras agitaban sus grandes y elásticas ramas, cargadas de fruto,
sobre el que se abatían las aves con feroz insistencia, picoteándolos todos sin acabar ninguno.
. . Cuando la bandada crecía hasta poblar el espacio con sus gorjeos, el pastor dirigía un
hondazo a las cimeras desde su atalaya, y entonces las glotonas bestezuelas remontaban el
vuelo para buscar refugio en la huerta lindante, interrumpían su gritería y tornaban a poco, más
tenaces y mas destructoras.
-¡Higos! Yo creí que se daban en árbol bajo dijo Cachapa, que era expansivo y no sabía
disimular sus impresiones.
Agiali, sin responder, estiró la mano, cursó una rama y arrancó un higo, el más grande, el más
negro, el más lucio; mas apenas hubo mordido en el fruto lo escupió haciendo un gesto.
 ¿Malo?
 Quema; parece de fuego.
En ese momento apareció el primer jornalero.
Traía pendiente de su brazo una canasta y dentro las tijeras de podar. A poco llegaron los
restantes.
Eran como cuarenta y venían mascando coca o engullendo retazos de carne con maíz tostado.
A eso de las siete, y cuando el sol descendía al valle, apareció el administrador. Montaba una
yegua zaina y de la muñeca le pendía un grueso y flexible rebenque.
 ¡A la faena! ¡A la faena!  ordenó ; hoy acabamos de vendimiar.
Los peones se despojaron de sus ponchos, se ajustaron al talle las fajas y empuñaron sus
herramientas.
 ¿Son ustedes los que han venido en lugar de José?  interrogó el empleado viendo a los
dos puneños, que permanecían aún emponchados y medio corridos por la malicia con que los
miraban los comarcanos.
 Sí, tata.
 ¿Y saben vendimiar?
 No, tata.
El empleado se molestó:
 Si se les deja a estos animales, han de estropear la viña; más vale hacerles pisar uva.
Fueron enviados al lagar, pero a eso de mediodía ya estaban deshechos los novicios. El calor
les sofocaba y dentro del lagar no sabían qué hacer. El caldo pegajoso de la uva les producía
mareos y un malestar indefinible en la cabeza.
Las moscas revoloteaban incansables alrededor del torno, muchas caían, borrachas, sobre la
pegajosa masa. Del techo pendían anchas cortinas de telarañas, cuajadas con los despojos de
moscardones, cucarachas y gusanillos, en medio de los cuales yacían inmóviles las arañas,
ventrudas y con sus patas gruesas y peludas. Una luz indecisa y escasa se cernía por una
ventana, guarnecida de sólidos barrotes, abierta en el grueso muro, sin conseguir ahuyentar las
sombras adueñadas de los rincones. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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