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jóvenes y frescas todavía, vigilando como matronas venerables a otras Dots, hijas suyas, que se entregaban a
danzas campestres; Dots, regordetas y redonditas, acosadas, sitiadas como venerandas abuelas por ejércitos
de niños sonrosados; Dots, arrugadas, que se apoyaban en sus bastones y andaban lenta e inseguramente. Vio
también desfilar ante sus ojos ancianos mandaderos con Boxers viejos y ciegos, tendidos a sus pies; nuevos
carruajes conducidos por nuevos cocheros -«Peerybingle hermanos» se leía en el toldo-, mandaderos
ancianos y enfermos, cuidados por las manos más dulces del mundo, y tumbas de mandaderos muertos,
muertos tiempo ha, cubiertas de verde musgo en el fondo de los cementerios. Y mientras el grillo le hacía
ver todas estas cosas -porque lo cierto es que las veía distintamente aunque sus ojos permaneciesen fijos en
las llamas del hogar-, el mandadero se sentía feliz y satisfecho y daba gracias con toda el alma a sus dioses
domésticos, sin acordarse más de Gruff y Tackleton.
¿Pero a qué viene esa imagen de joven que el mismo grillo-hada coloca tan cerca del taburete de Dot, y
que permanece solo y en pie? ¿Por qué se quedaba junto a ella, con el brazo apoyado en la campana de la
chimenea y repitiendo constantemente: «¡Casada y no conmigo!»?
¡Dot, Dot! ¡Sospechar de Dot! No; semejante idea no puede ocupar un lugar entre las visiones de vuestro
marido. Pero, en tal caso, ¿por qué la sombra desconocida ha pasado por su hogar?
Segundo grito
- I -
Solitos en su rincón, como dicen los libros de cuentos -cuyas benéficas narraciones habréis bendecido
cien veces, por lo bien que saben disipar la monotonía de este mundo prosaico-, vivían Caleb Plummer y su
hija ciega; solitos en su rincón, esto es, en una casucha de madera llena de hendeduras, en un verdadero
cascarón de nuez, que era algo así como una verruga situada en la preeminente nariz, de ladrillo, de Gruff y
Tackleton. La propiedad de Gruff y Tackleton se extendía a lo largo de media calle; en cambio, la casita de
Caleb Plummer se hubiera derribado fácilmente de un martillazo o dos, y sus escombros habrían cabido
fácilmente en una carreta.
Si algún transeúnte hubiese hecho a la casa de Caleb Plummer el honor de notar su desaparición, una vez
realizada la expedición que acabamos de indicar, hubiera sido indudablemente con el único objeto de
aprobar sin vacilación el derribo, calificándolo de mejora evidente. Estaba la casucha adherida a la casa de
Gruff y Tackleton como un marisco a la quilla de una nave, como un caracol a una puerta o una mata de
setas al tronco de un árbol. En cambio, era el germen de que brotara el tronco vigoroso y soberbio de Gruff y
Tackleton; y bajo su ruinoso techo el antepenúltimo Gruff había fabricado en pequeña escala juguetes para
toda una generación de niños y niñas de su tiempo, que, empezando por jugar con ellos, habían concluido
por desmontarlos y romperlos antes de irse a la cama.
He dicho que Caleb y su hija ciega vivían allí; más exacto sería afirmar que el morador era Caleb, pero
que su pobre hija tenía otra residencia, un palacio de hadas adornado y amueblado por Caleb, en cuyo recinto
la necesidad y la estrechez eran completamente desconocidas, en cuyo recinto jamás pudieron penetrar las
angustias de la vida. No obstante, Caleb no era ningún hechicero; era sencillamente un maestro consumado
en la única magia que las edades nos conservaron: la magia del amor abnegado e imperecedero; la naturaleza
había dirigido sus estudios y le había comunicado el arte de hacer milagros.
La cieguecita no supo jamás que los techos amarilleaban, que las paredes estaban manchadas y dejaban al
descubierto grandes extensiones de yeso, y que las vigas carcomidas se hundían cada vez más. La cieguecita
no supo nunca que el hierro se enmohecía, que la madera iba pudriéndose, que el papel se gastaba y que la
misma casa perdía insensiblemente su forma, sus dimensiones y sus proporciones regulares. La cieguecita no
llegó a saber que encima del aparador no había más que una miserable vajilla de barro; que el pesar y el
desaliento reinaban en la casa y que los escasos cabellos de Caleb se blanqueaban más y más ante los ojos
apagados de su adorada compañera. La cieguecita ignoró constantemente que la mísera pareja tenía un amo [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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